La ignominia de la reina

Diego Gelmírez siente que la temperatura aumenta, a pesar de los altos techos, las paredes de piedra y el frío. Esconderse en la torre de las Campanas parecía una buena idea cuando la planteó, empero, ahora resulta ser una ratonera.

«Pretenden quemarnos vivos», comprende; el pensamiento le aterroriza. El humo es cada vez más denso y la tos se intensifica. No hay garantía de que nadie vaya a venir a salvarles. O salen fuera o mueren dentro.

La reina se vuelve hacia él y le pide que salga a hablar con los rebeldes, por su parte, Diego, aterrado por lo que los insurgentes puedan hacer, se ve incapaz de realizar tan temeridad.

—Vos sois la reina, su reina —puntualiza—, no osarán atacaros. Si os ven al frente apaciguaréis sus ánimos.

Urraca duda. Abre la boca para rebatir, mas nada logra añadir. Sin nada con lo que refutar la proposición, asiente despacio.

—Haceos a un lado —determina la monarca poniéndose en pie. Con ese aire de superioridad con el que pretende siempre empequeñecerlo.

El eco de los pasos femeninos avanzando por el pasillo provocan que el pulso se le acelere. Ante la determinación de ella, resuenan los murmullos de los allí presentes.

Diego se deja caer sentado en un banco. Nota escalofríos en la nuca y el corazón acelerado.

Los breves instantes de duda y miedo han sido intensos, mas no se dejará dominar por ellos. Pronto recupera el aplomo.

Se levanta justo a tiempo de ver que las puertas se abren, mientras la figura de doña Urraca, de espaldas a él, trata de dirigirse a los rebeldes.

Diego Gelmírez deja bajo el banco su báculo, también se apresura a sacar la mitra que lo reconoce como arzobispo. Abandona su casulla en el suelo en cuanto advierte los gritos de la muchedumbre impidiendo hablar a la reina, acompañados de escupitajos.

Asustado, por el cariz que está tomando todo, se tira bajo los bancos, igual que ha hecho Miguel González, uno de los clérigos que le acompañaban a las negociaciones con doña Urraca y, con cuidado, avanza a través de ellos, hacia un rincón. Se deja atrapar por las sombras que hay dentro, por la oscuridad que el humo y la falta de velas crean. Aguarda su momento.

Entonces todo se descontrola. Alguien osa poner la mano sobre la reina y la lanza a tierra, en el barro. Ella grita y trata de apartar las manos que se afanan por tirar de su vestido, pues la turba se ha vuelto osada y ahora convierten en jirones la ropa que lleva. Todo es en vano, no se le permite alzarse del suelo.

Desde su rincón, a salvo en la torre, Diego Gelmírez asiste como testigo mudo a tal canallada. Su hermano pide compasión para Urraca y es entonces que recibe empellones. El primer impulso del arzobispo es acudir en ayuda de él, sin embargo, comprende que no debe revelar su presencia. Tuerce momentáneamente la cabeza. Respira con fuerza, cuenta hasta diez y vuelve a mirar.

Su hermano y la reina no son los únicos rehenes que han tomado. Los rebeldes están tan concentrados en golpear a sus prisioneros que no se fijan que todavía él está en el interior.

Con cuidado, Miguel González, sale de la torre y él le sigue a distancia; las miradas de los testigos oculares están todas puestas en la reina, pues una mujer alienta, con el ejemplo, a que le tiren piedras.

La reina esconde la cabeza bajo los brazos, dejando el cuerpo casi desnudo manual descubierto.

Miguel González tira del brazo de un mendigo que observa la escena.

—Su capa a cambio de este anillo —ofrece.

Las pupilas del indigente se dilatan al contemplar el oro del anillo pastoral que hace nada adornaba el dedo de Diego Gelmírez; el arzobispo respira con alivio al ver la ambición en los ojos del pobre. Definitivamente: han elegido bien.

Aguanta la respiración al envolverse en la capa que Miguel González le entrega; el mal olor que desprende le produce arcadas.

Sin más dilación, se confunden con la multitud mientras la soberana prosigue tirada al barro, en donde permanecerá durante minutos. Los rebeldes se concentran ahora en el hermano de Diego, tratando de sonsacarle dónde está el arzobispo a golpes.

Ignora los chillidos fraternales, el dolor que traspasa incluso el aire y Diego huye sin mirar atrás. Primero se mueven sin prisa, para no levantar sospechas, mas en cuanto alcanzan una calle paralela vacía, echan a correr. Se dirigen a la iglesia de Santa María, en busca de refugio.

Y mientras corre reza para que los rebeldes no le sigan y que la reina sea asesinada igual que lo ha sido su hermano, pues de seguir viva sus dedos acusadores se volverán contra Diego y, Dios no lo quiera, quizá con la ira regia llegue el final de su arzobispado.



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